martes, octubre 26, 2010

LAS MUJERES DEL ALBA, DE CARLOS MONTEMAYOR

El siguiente texto fue leído durante la presentación de la novela póstuma de Carlos Montemayor, Las mujeres del alba el pasado 24 de septiembre. Nos acompañaron la esposa de Montemayor, Susana de la Garza, Ángeles Magdaleno y Socorro Tabuenca. El artículo será publicado en el próximo número de la revista Cuadernos Fronterizos.

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Las mujeres del alba fue la última novela, por desgracia novela póstuma, de Carlos Montemayor. Novela que nos llega acompañada del lamento fúnebre, no sólo por su argumento, sino por constituir la última obra de un autor irremplazable. Gran amigo de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, de la que era profesor emérito, numerosas veces impartió en ella cursos y conferencias siguiendo la estela de otro gran maestro difícilmente olvidable, que también lo fue de Montemayor, y a quien éste evoca en determinado capítulo del libro que presentamos: Federico Ferro Gay.

En el conmovedor epílogo que Jesús Vargas Valdés escribió para esta novela, se nos cuenta que la inspiración de Las mujeres del alba vino del reproche que en Ciudad Juárez hizo a Montemayor la profesora Alma Gómez cuando advirtió que en ninguna parte de su novela previa se mencionase a las mujeres. Fue durante la presentación en 2003 de Las armas del alba, donde Montemayor contaba el asalto al cuartel de Ciudad Madera de 1965. Quizá Montemayor debió de evocar entonces aquel grito furioso que lanzaban los hombres en la Lisístrata de Aristófanes: “¡La guerra es cosa de hombres!”, al que respondía la brava Calónica: “¡La guerra será cosa de mujeres!”. Montemayor prometió entonces que escribiría otro libro dedicado a las mujeres de los guerrilleros.

Las armas del alba y Las mujeres del alba conforman un díptico sobre un acontecimiento crucial para la historia moderna de México, ya que, según palabras del propio Montemayor: “México ha vivido en estado de guerra de manera casi ininterrumpida al menos desde el amanecer del 23 de septiembre de 1965, cuando un grupo de jóvenes guerrilleros quiso tomar por asalto el cuartel militar de Ciudad Madera (…). Señalo esa fecha por la continuidad de las luchas armadas que vivió el país entero durante los siguientes treinta años” .

Se trata de dos novelas históricas, y menciono la denominación “novela histórica” con las debidas reservas, ya que al propio Montemayor le gustaba poner en duda la historicidad de la historia y la ficcionalidad de la ficción. Para él, la historia era una especie de fantasía vuelta realidad, parcialmente falsa, y la fantasía una realidad convertida en tal gracias a su comprensión de los sentimientos humanos que intervienen para que los fenómenos históricos puedan producirse. Al final de su discurso en ocasión de su nombramiento como profesor emérito de la UACJ lo expresó con elegancia: “El historiador quizá se apasiona por su descubrimiento de hechos históricos, el escritor se apasiona por la vivencia humana que hizo posible a esos hechos. La literatura es una de las formas de conocimiento de la realidad, no una forma de evasión. Cuando los trabajos del historiador y del novelista se hermanan, se aproximan, no se debe a la pasión por la historia, sino a la pasión por la realidad humana, a la pasión por lo humano”. Y lo sintetizó con mayor elegancia todavía en el que fue título de su discurso: “La literatura es una dimensión humana de la historia”.

Las mujeres del alba es la misma historia que Las armas del alba, y al mismo tiempo es otra, y aquí es donde demuestra Montemayor que la historia es ficción, porque se modifica según quién, cómo y cuándo la cuente. No entraré ahora en las consideraciones políticas que Montemayor concedía a estas posibles alteraciones, sino en las humanas, afectivas y sentimentales. Las mujeres del alba es una novela coral, pues la voz narrativa de sus 95 capítulos, que son en realidad 95 monólogos, es cedida en esta ocasión a las madres, esposas, hijas y hermanas de quienes murieron en Ciudad Madera aquella noche. Se trata de una novela coral, fragmentada y rota en voces de mujeres que amaban a los guerrilleros con esa solidaridad y esa entrega, habitual en las guerrillas rurales, donde las familias forman parte sentimental de una misma lucha solidaria que a veces no comprenden. Montemayor vino a ilustrar otra de sus acertadas teorías sobre la condición polifónica que adquiere la Historia cuando implica también la historia de las emociones: “Cuando la literatura escapa de la camisa de fuerza de una sola versión de la realidad y logra acercarse simultáneamente a la otra o a las otras, puede ilustrar de manera más profunda la condición humana” .

No es casualidad que Montemayor se sustentara en la Iliada o la Eneida para afirmar que el ejercicio literario de estas obras no lo era de ficción o fantasía, sino “de la inteligencia para ser capaz de pensar como el otro que (…) no entiende las cosas como nosotros” . Carlos Montemayor fue un mexicano irremplazable, y lo fue por muchas razones, pero ahora quiero sólo destacar una que es la que a mí me parece más importante, como en vida se lo pareció a su maestro Ferro Gay: a que Montemayor fue un hombre de dos mundos culturales, en el que convivían en perfecta armonía la herencia europea del conocimiento del griego y del latín y de sus literaturas, con la herencia precolombina que a él lo identificaba también como mexicano: el conocimiento del maya o el náhuatl de cuyas lenguas literarias no sólo era conocedor, sino que también fomentó su difusión y hasta la creación en esas lenguas que hoy todavía se hablan y se escriben. Esto último, en gran medida, gracias a Montemayor.

Digo todo esto porque la lectura de Las mujeres del alba, más allá de lo histórico y lo concreto de los hechos acaecidos en Ciudad Madera, me ha sumergido también en otra clase de corrientes subterráneas que merecen ser exploradas. Toda la obra está presidida por la voz del treno, que era como se llamaba en la antigua Grecia al canto fúnebre por el ser querido ausente.

No es difícil, en esta obra coral de mujeres que toman la palabra, encontrar ecos de la tragedia de Eurípides Las Troyanas, en que las mujeres de los héroes de la ciudad derrotada ensalzan el dolor, pero también el orgullo, de convertirse en el testimonio de los muertos, así como de su coraje. Porque no se trata de una tragedia que termina con el horror y a continuación la compasión, sino que comienza tras el horror como una colección de testimonios sobre los seres amados y muertos. Así como las mujeres de Troya lamentaban el aciago destino de los hombres y hasta de los niños, la novela de Montemayor se inaugura con la exposición de lo que ocurre después de los acontecimientos trágicos que han conducido al dolor y a la compasión que estas mujeres inspiran. Comparten en ambos casos los mismos reproches, el mismo ensañamiento con las víctimas, el contraste entre las honras fúnebres para los cadáveres de los vencedores, y la vergüenza insoportable del ensañamiento hacia los cuerpos de los vencidos; en la novela es el caso de los jóvenes adultos, algunos adolescentes, que son sepultados en fosa común mientras el sacerdote bendice la sepultura de los soldados pero niega este último derecho y consuelo a los vencidos. Mientras tanto, las mujeres del alba, las troyanas de esta historia, claman por el cadáver de sus seres queridos, que son negados ante la cerrazón y ensañamiento de la autoridad, el gobernador de Chihuahua, que aquí se parangona en términos de prepotencia o hybris con el Creonte que negaba el enterramiento de Polinices a su hermana Antígona en la tragedia que Montemayor conocía tan bien.

El lírico Simónides escribió que la poesía es la pintura que canta, y también en esta obra de Montemayor hallamos momentos de conmovedor lirismo, que embellece testimonios que hubieran podido resultar la mera transcripción de simples evocaciones de lamentación. Más allá de la historia y del registro de las mujeres de quienes empuñaron las armas del alba, esta novela póstuma de Montemayor está tocada por el espíritu de la poesía que se conduele con los vencidos de esta guerra justa, y aún más allá, del dolor de las mujeres de todas las gestas justas del mundo.

Montemayor no ha muerto, como no murieron Antígona ni Andrómaca. El dolor de estas mujeres es todavía el dolor de las mujeres que aman a los caídos de estas guerras fratricidas que a todos nos llenan todavía del mismo dolor. Queda el consuelo de saber que otros han llegado ya para musicalizar con voz las lágrimas de sus lamentos.

Carlos Montemayor, Las mujeres del alba. Prólogo de Paco Ignacio Taibo II. Epílogo de Jesús Vargas Valdés. Editorial Mondadori. México, 2010.

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